Huyendo de su sombra y sus fantasmas, el gran
Armet, dejó su tierra catalana buscando nuevos horizontes. Atrás dejó el
Universitari donde debutó y se consagró como un determinante y
magnífico delantero. Aparcó su otro club, el Español, donde levantó pasiones y las delicias de sus seguidores junto a sus hermanos
Koki y
Pakán, amén de un tal Zamora que guardaba la portería.
Y llegó a Madrid. Demasiado frío quizá para este aristócrata con aire
daliniano,
surrealista y a veces
esperpéntico, que notó como la brisa fresca de la primavera sevillana tiraba de él y lo metía en un tren rumbo a su futuro, rodeado de
jovencísimos artistas que para sobrevivir con un balón en los pies, aprendieron toda una enciclopedia de filigranas,
driblings, regates y controles inverosímiles jamás pensados en esto de la
esferomaquia.
Juan
Armet de
Castellvi, hablo de
Kinké, había nacido en
Tarrasa en 1895 y en marzo de 1917, a los veintidós años, llega a
Sevilla y se hace sevillano, tan sevillano que lo primero que hace es ponerse un sombrero de ala ancha para recorrerse la banda como
linier en el campo del Mercantil.
Desde el primer momento dejó su impronta, y organizó, moldeó, engarzó y materializó la forma y el estilo que llevaban dentro unos chavales sevillanos auténticos genios de un
sport llamado
football.
Y nació la escuela
sevillista. Fue necesario aunar varios parámetros y la confluencia de distintos vectores para conseguir el prodigio. Diamantes en bruto fueron pulidos hasta concluir la línea delantera más genial nunca antes vista; la del miedo la llamaron.
Sus propios compañeros dijeron de él que era el más sevillano de todos.
Sí,
Armet Kinké, tan catalán, tan aristócrata, tan cabal y filantrópico, y tan sevillano.
Fue testigo directo del cambio de campo, del Mercantil al Reina Victoria, del cambio de escudo y de la transformación de la ciudad que se preparaba para una revolución llamada Exposición Iberoamericana.
Participó en el logro de nueve campeonatos de
Andalucía.
Nueve copas abrazó
Kinke, nueve. Nueve títulos con su
Sevilla.
Tres puñaladas recibió en
Sevilla, tres, que dejaron otras tantas cicatrices en su alma; José, Francisco Javier y Enrique. Tres muertes repentinas, tres amigos en la ausencia, tres naufragios, tres tormentos;
Joselito el Gallo, Paco Alba y
Spencer.
Diez temporadas, diez, jugó en el
Sevilla.
Tras dejar su elástica blanca de
sportmen sevillista se metió a entrenador. Varios equipos gozaron de sus exquisiteces; el del Patronato, Murcia, Real Madrid, Valencia, Olímpica
Jienense y
Sabadell, pero ya no fue igual.
Eso es lo malo del presente, que el futuro ya no es lo que era.
Una mesa de modesto funcionario en las oficinas de la Mutualidad de Futbolistas en Madrid fue testigo de sus últimos años. Cuentan que estaba triste y algo desilusionado porque no le gustaba el fútbol que veía y sufría al ver
planteamientos tan defensivos. No concebía que se saliera a jugar con las miras exclusivas de ganar destruyendo juego.
Cosas de la melancolía.
En el otoño de 1956 los dioses del olimpo futbolístico lo ficharon, y allá por las alturas de la gloria le encomendaron la labor de crear una línea celestial, pero eso sí, lo más sevillana posible.
Y más de un ángel, si es que hay cojos en el cielo, se habrá acordado de la gracia sevillana y le habrá tirado su muleta
gritándole:
¡OLE!. ---0---
Te debía este post mi querido Lamparilla, y no será el último.
Allá donde estés deja que te diga algo: GRACIAS POR HABER VENIDO